martes, marzo 28, 2006

VTP. Cap VII. La Matanza de Vallecas-Texas. 6 parte

En el Vallecas al estilo Twin Peaks los seres se dividían en dos, los seres del cielo y los seres del infierno.

Las hormigas del cielo eran unas hormigas resignadas, de color tostado, que caminaban despacito y en hilera y hacían sus hormigueros entre las grietas del cemento.

Las hormigas del infierno tenían una cabeza roja y dos pinzas cangrejales, mordían, y construían unos hormigueros volcánicos e insolentes en mitad de la arena de cagar los perros.

El animal más demoníaco era la rata. Asomaban los hocicos grises en las siestas, entre las rejas oxidadas de las alcantarillas, saltaban de pronto fuera, corrían patio arriba con el lomo pegado a las fachadas de los pisos de renta antigua y volvían luego suicidas a la alcantarilla. Con la piel erizada escuchaba el chof chof de sus tendones sobre el cemento, tumbada en mi cama de 6 vueltas pesadilla.

Algunas tardes de verano el sol freía la loseta gris a rombos del patio y ponía casi al rojo las tapas de las alcantarillas. El patio se convertía en un fogón gigante y las ratas escapaban escaldadas de los túneles de alcantarillado, donde se maceraba un caldo caliente de bilis de vino de bodega y arañas negras. Salían a pesar de los Valleros con litrona y de los niños amaestradores de hormigas y moscas, a pesar de que las vecinas estaban descolgando la ropa de las cuerdas, a pesar de que los trabajadores iban regresando cuesta abajo desde la parada del 54.

Carlitos, el hermano de José El Cojo, chillaba en éxtasis cuando las veía, daba unos chillidos asmáticos entrecortados. Las vecinas coreaban sangre. Sólo yo sentía el mal en aquél aquelarre de muerte, lo escuchaba bullir detrás de las fachadas de los pisos de renta antigua: un millón de patitas de cucarachas negras trotaban frenéticas por las gotelets de los pisos bajos, marcando el compás de la llegada de la muerte. Los zapatones de los chicos más mayores empezaban a bailar a ese ritmo. Una coreografía espantosa de bailarines de muecas totémicas acorralaba al animal. De pronto la rata se lanzaba enseñando los dientes, el circulo se abría, la rata corría a la reja de la alcantarilla, ciega de espanto. Chillaba tanto como Carlitos, que jadeaba su muerte, al llegar a la reja, José el Cojo, el jefe de todos los chicos mayores, sostenido en volandas sobre sus muletas le asestaba la patada mortal en el costado. Y ya no había nada más, salvo una zapatilla con el empeine hilado de sangre espesa y un mudo y sordo cloc de reventado de saco de entrañas secas que se quedaba alojado debajo de mi coronilla para darme pesadillas por las noches. Las vecinas cerraban las persianas verdes de madera.

El mal empapaba y reblandecía los edificios desde su base, como si fueran magdalenas sobaos mojados en café, y yo le dejaba subir por la escalera, sentada a la hora de la cena con mi rebanada de nocilla kriptonita, esperando el comienzo del “Un, Dos, Tres”.

Continuará